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Achicharrados


A quién le gustaría morir en la pira en medio del fuego infernal y luego de ser sentenciado a muerte sin juicio previo… ¡A nadie! Pero eso precisamente acaban de hacerle a dos sujetos al parecer colombianos, al parecer delincuentes, al parecer culpables de un asesinato previo a su miserable ajusticiamiento.

Al parecer, dije. Pero qué tal que no fueran colombianos. Y qué tal que fueran colombianos, pero no fueran delincuentes. Y qué tal que fueran colombianos y hasta delincuentes, pero no fueran culpables. Y qué tal que fueran colombianos, delincuentes y culpables. O solamente culpables, sin importar antecedentes ni nacionalidad. Acaso puede haber algún atenuante para la monstruosa ejecución de dos ciudadanos que acabamos de presenciar en el vecino país…

Resulta impresentable y propio de la edad de las cavernas que una comunidad tome justicia por su propia mano y decida eliminar de esta manera cruel y sanguinaria a individuos que pudieran haber cometido un delito grave, pero que lo mínimo que merecían era un juicio ejemplar (y, seguramente, una condena ejemplar). ¿Acaso hemos olvidado que la civilización es la que nos ha traído la posibilidad de librarnos de la ley del talión (ojo por ojo, diente por diente)? ¿O habrá resultado ésta la oportunidad de que un pueblo inculto y primitivo, azuzado por los excesos nacionalistas de su presidente, se cobrara por derecha el resentimiento hacia sus vecinos colombianos?

Porque igual deberíamos criticar la muerte atroz de estos sujetos si se tratara de guerrilleros ecuatorianos, o de terroristas etarras, o de violadores colombianos, o qué sé yo… Ya sé que en el fondo todo el mundo (o casi todo el mundo) vive completamente hastiado de la impunidad. Todo el mundo siente a veces deseos de tomar venganza y de hacer justicia por cuenta propia. Casi todo el mundo coincide en que a los más recalcitrantes criminales habría que eliminarlos… Y aplicarles la pena de muerte. Pero…

Pero no se puede. Al menos no así. Y en nuestro país y en muchos otros tampoco se puede de ninguna manera que sea legal. Porque la pena capital está proscrita de muchas partes, entre otras cosas por el altísimo riesgo de cometer una injusticia literalmente irreparable si se aplica a quien era inocente del delito del que se le acusó.

No se trata aquí de promover un debate sobre la pena de muerte (aunque deberíamos debatirlo) o siquiera sobre la impunidad y las medidas que se deberían adoptar (aunque sea como pedirle peras al olmo). Se trata es de condenar el exceso miserable y monstruoso de la turbamulta que, como en Fuenteovejuna, aniquiló, y de qué horrible manera, a un par de ciudadanos, para cobrarse vaya uno a saber qué odio mal disimulado, pero seguramente acrecentado por la retórica incendiaria de un presidente energúmeno, que no encuentra otra manera de expresar su malestar que con rabietas propias de un adolescente, pero no de un soberano.

Es cierto que existe la ira y el intenso dolor, que a veces explican, aunque no justifiquen, los excesos de una víctima (como los del marido que apenas decide enterarse de lo que ya todo el mundo sabe). Es cierto que uno se sentiría dispuesto ‘a matar y comer del muerto’ si alguien dañara a sus seres más queridos… pero de ahí a quemar vivo al presunto asesino de un vecino del pueblo hay un abismo. Un abismo que en este caso es tan profundo como el mismo infierno.

Ojalá no sea esto el inicio de una escalada de violencia entre vecinos, porque ya sabemos que una vez que echa a andar, la rueda macabra de la muerte no se detiene fácilmente. Ya vimos hace muy poco cómo fueron masacrados unos pobres gatos indefensos por el temor al contagio de la rabia que ni siquiera tenían. Ojalá el germen de la rabia fronteriza no cunda y podamos evitarnos más muertes imperdonables.

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